ENyS, CONICET-HEC-UNAJ

Hola, mundo: la bioantropóloga Jimena Barbeito se pregunta: ¿es lo mismo nacer por parto vaginal que por cesárea? ¿hay consecuencias a largo plazo?

Nacer es un tránsito complejo, un momento crítico en nuestra vida que supone el paso de un mundo a otro bastante diferente. Las formas de nacer y las condiciones de los partos son variadas e incluso muy desiguales. Pero aún en diversos contextos, concentran la atención y ocupan a las personas, que piensan y ponen en práctica maneras particulares de transitarlos.


Una mirada científica sobre cómo nacemos

Texto: Jimena Barbeito, Investigadora Asistente de la Unidad de Estudios en Neurociencias y Sistemas Complejos, (ENyS, CONICET-HEC-UNAJ)

Imagen: Malena Guerrero

Fuente: El Gato y la Caja, 25/09/2020

En 1928, después de varios días de viaje en barco, Margaret Mead llegó a Manus, una pequeña isla de Nueva Guinea en el medio del Océano Pacífico. Con apenas veintisiete años estaba por comenzar su segundo trabajo de campo como antropóloga y venía de poner incómodos a unos cuantos con su primer libro, en el que propone que la adolescencia −y especialmente la sexualidad en la adolescencia− puede ser transitada de maneras diversas. En Manus, su objetivo era estudiar la infancia, por eso se interesó por los nacimientos y lo que había alrededor de ellos. Margaret cuenta que cuando el embarazo de una mujer estaba cerca de llegar a término, la familia se encargaba de garantizar el lugar en el que ocurriría parto y las celebraciones que seguirían a la llegada del nuevo habitante de la aldea. Pero, a pesar de su interés, los habitantes de Manus no le permitieron a Margaret presenciar partos durante esa estadía. La regla, aparentemente bastante firme, indicaba que sólo aquellas mujeres que habían tenido hijos podían presenciar y prestar asistencia en el parto de una compañera de la aldea. Margaret, que tendría a su única hija años después, en Nueva York, quedaba en ese momento afuera, al igual que los hombres, niños y otras mujeres en su misma condición. Sin embargo, sus informantes le dieron varios detalles: cómo se disponía a la mujer en el momento del parto, cómo se cortaba el cordón umbilical, qué alimentos comían las madres inmediatamente después.

Todo este despliegue de reglas y protocolos parece no sorprender a nuestra antropóloga, que incluso entendió la importancia de la prohibición que le impedía presenciar los partos y no se animó a insistir mucho. Es que nacer es un tránsito complejo, un momento crítico en nuestra vida que supone el paso de un mundo a otro bastante diferente. Lo era a principios de siglo XX para los habitantes de Manus y lo sigue siendo hoy, casi cien años después, para cualquier humano. Las formas de nacer y las condiciones de los partos son variadas e incluso muy desiguales. Pero aún en diversos contextos, concentran la atención y ocupan a las personas, que piensan y ponen en práctica maneras particulares de transitarlos.

El nacimiento abre una ventana acotada en la que por primera vez estamos expuestos directamente a muchos estímulos que no forman parte del ambiente dentro del útero. Entonces ¿con qué nos enfrentamos al nacer? Depende de cómo nazcamos. ¿Importa esto más allá del nacimiento? Mucho.

La cesárea no es sólo brasilera

Para llegar a este lado del mundo muchos tuvimos que superar una prueba complicada: pasar por el canal de parto, un conducto que forman los huesos de la pelvis y que está recubierto por músculos y ligamentos. En los llamados partos vaginales, el feto atraviesa el canal de parto de la madre, que en algunas partes se estrecha y en algunas permite un descenso más fácil, hasta que −finalmente− llega al orificio de la vagina. Mientras que otros animales, incluso primates muy parecidos a nosotros como los chimpancés, tienen al nacer una cabeza bastante más chica que el canal de parto, nosotros pasamos justo. Muy justo. Y todo apunta a que caminar en dos patas y nacer con un cerebro grande al mismo tiempo tiene ese precio.

He aquí, entonces, un dilema. Más precisamente, lo que algunos llamaron ‘dilema obstétrico’: caminar en dos patas tuvo para nuestro linaje muchas ventajas pero las modificaciones de la pelvis que esto implicó llevaron a una reducción del canal de parto, y un canal de parto estrecho complica el nacimiento de bebés con cerebros grandes porque los bebés con cerebros grandes tienen, en consecuencia, cráneos cuyos perímetros o contornos son también más amplios.

Hace entre 5 y 7 millones de años nuestros ancestros primates adoptaron un modo de locomoción bípeda, es decir empezaron a moverse erguidos durante la mayor parte del tiempo. De estos parientes sólo nos quedan sus esqueletos y algún que otro registro muy fragmentario. Lo que sabemos gracias a los huesos fosilizados es que la pelvis fue una de las estructuras que más se modificó y, como consecuencia, el canal de parto también cambió su forma y se estrechó. Entre los primeros bípedos se encuentran diferentes especies de australopitecos, unos primates que vivieron durante algunos millones de años en África caminando en dos patas y con cerebros más o menos del tamaño de los que tienen hoy simios como los chimpancés.

El problema, o mejor dicho el dilema, comenzó a delinearse un tiempo después, hace unos 2 millones de años, cuando aparecieron en escena los primeros Homo, unos parientes aún más cercanos, con cerebros mucho más voluminosos. El cerebro de algunos Homo extintos, como Homo erectus, pesaba alrededor de 270 gramos al nacer, casi un 40% más que los 170 gramos promedio de los australopitecos. Ahora sí, el paso por el canal de parto se convertía en una travesía un poco más ajustada.

Arriba se ve la estructura general de la pelvis y la cabeza de un feto atravesando sus niveles. Abajo la relación de la pelvis con el tamaño de la cabeza del feto al nacer. Los chimpancés nacen con cabezas relativamente más pequeñas que el canal que forma la pelvis materna. A medida que nos acercamos evolutivamente a los humanos, la cosa se pone más ajustada.

Por todo esto, los partos en humanos son en promedio más demorados que en otros animales y hay una parte de ellos en los que la pelvis materna resulta demasiado chica para que el feto la atraviese. Esta desproporción entre el canal de parto y el tamaño del feto es una de las causas de obstrucciones durante el parto que hacen difícil, y en algunos casos imposible, el nacimiento por vía vaginal. Pero si el canal de parto no es una posibilidad de salida, tenemos otra opción: abrir el abdomen de la madre, acceder al útero y sacar al feto a través de una cirugía. Es decir, practicar una cesárea.

La historia de la cesárea es interesante y a la vez difusa. Existen referencias −muy antiguas y de diferentes lugares− de procedimientos para extraer un feto del útero de su madre. Estas primeras noticias sugieren que la cesárea se practicaba en mujeres que ya habían muerto o que iban irremediablemente en ese camino. Porque una cesárea es una cirugía y hubo que afinar unas cuantas cosas para que ese tipo de práctica sea relativamente segura, es decir, que no pusiera seriamente en riesgo la vida de las personas sobre las que se practicaba. Por eso, muchos dudan de la historia que nos dice que Julio César, la gran figura de la política romana, nació por medio de una cesárea. Hay fuentes que indican que su madre vivió hasta que él era adulto y resulta poco probable que haya sobrevivido luego de una cirugía de esas características en la Roma del 100 a.C. uno de los primeros registros escritos de un caso en el que sobrevivieron madre e hijo viene de Suiza, cuando en 1500 un tal Jacob Nufer, desesperado después de ver a su mujer varios días intentando parir, decidió hacer uso de algunas habilidades que le había dado su oficio de criador de chanchos y le practicó una cesárea, con éxito.

A partir de estas historias desesperadas, muchas veces tristes y en ocasiones épicas, empezó a tomar presencia un nuevo modo de parir y nacer en el que no hay paso por el canal de parto. La cesárea hoy es una práctica rutinaria en los servicios médicos de muchos países, recomendada no sólo en casos de desajuste de tamaños entre el canal de parto y el feto sino en otras situaciones en las que el riesgo es elevado para cualquiera de los participantes y que puede salvar sus vidas o evitar lesiones graves. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calculó que aproximadamente en un 10-15% de los nacimientos hay razones médicas para practicar una cesárea. Para pensar en números concretos, se calcula que para el 2020 habrá en el mundo un total aproximado de 140.000.000 nacimientos. O sea que por lo menos unos 14.000.000 requerirían cesárea.

Más allá de las recomendaciones y los criterios de decisión basados en la evidencia clínica, hay muchas personas gestantes que, aún necesitando una cesárea, no acceden a esta práctica; y otras que sin necesitarla son sometidas a ella. Varios países de África sub-Sahariana y del sur de Asia tienen los índices más bajos: en algunas zonas rurales las cesáreas pueden llegar apenas al 1% de los partos. Del otro lado, Latinoamérica, Estados Unidos y algunos países de Europa y Asia están experimentando desde hace décadas un aumento muy acelerado de las cesáreas. Brasil es uno de los casos más conocidos porque en 2014 hizo un relevamiento extenso de las condiciones de nacimientos, salud reproductiva y de los recién nacidos y los resultados que obtuvieron fueron muy llamativos: en promedio más del 50% de los partos en el país eran cesáreas y en el sector privado este porcentaje llegaba casi al 90%. Todo un récord. Aquellos que alertan sobre una ‘epidemia de cesáreas’ plantean que un número tan alto, antes que prevenir muertes o secuelas, suma peligros innecesariamente. En especial cuando las condiciones en las que se realizan estas intervenciones no son óptimas y aumenta la probabilidad de que las gestantes sufran, por ejemplo, infecciones, hemorragias, respuestas adversas a la anestesia, y los niños complicaciones respiratorias y otros problemas como cortes en la piel.

En cualquier caso, en muchos lugares del mundo las cesáreas no son la excepción sino prácticas muy frecuentes, incluso más habituales que los partos vaginales. A estas dos formas de nacer les siguen consecuencias distintas que la ciencia está mirando desde hace un tiempo.

Compañeros para toda la vida

Estamos habituados a vivir en sociedad y eso implica tener gente alrededor gran parte del tiempo. Pero hay ratos en los que cualquiera aseguraría que está solo. Por lo menos, al mirar alrededor y escrutar cada uno de los rincones de la casa, o al caminar por una calle desierta sin siquiera un perro que nos ladre al pasar, nos quedarían pocas dudas de que somos el único organismo a la vista. En esas tres últimas palabras está la clave: ‘a la vista’. Lo cierto es que en todo momento estamos acompañados por billones (millones de millones) de organismos que no podemos ver por su tamaño pero que habitan en nuestro sistema digestivo, nuestra piel y otras partes del cuerpo. Son microorganismos que forman comunidades, interactúan entre ellos y con nuestras células, viven y mueren mientras nosotros, de a ratos, creemos que no hay nada más allá de lo que podemos divisar. Al reunirlos en una categoría, los científicos eligieron para ellos el nombre de microbiota.

Sin dudas, los microorganismos o microbios tienen mala prensa. Muchos de ellos son una verdadera amenaza para nuestra salud y, así minúsculos como son, pueden poner en peligro a mucha gente. Basta con ver, por ejemplo, cómo cambió la historia a partir del desarrollo de antibióticos que permiten frenar infecciones causadas por bacterias. Pero no todo es blanco o negro, y no todos los microorganismos con los que nos enfrentamos son perniciosos. De hecho, el estudio de la microbiota permitió identificar que muchos tienen funciones esenciales y que no contar con ellos nos complica bastante. Por ejemplo, dentro de los habitantes regulares de nuestro intestino están las bifidobacterias, que ayudan en la digestión y regulan procesos inflamatorios previniendo trastornos importantes para la salud. Cada vez conocemos más relaciones beneficiosas entre la microbiota y el funcionamiento de diferentes sistemas, incluso de muchos que se creyeron por años al margen, como el sistema nervioso. En estudios experimentales, al ver que animales con alteraciones de la microbiota intestinal mostraban diferencias de comportamiento, los investigadores se zambulleron a estudiar si el cerebro era sensible a los micro-habitantes del sistema digestivo. Encontraron tantas correlaciones que, en un esfuerzo de creatividad, desde hace un tiempo se habla de ‘eje intestino-cerebro’. En definitiva, parece que estos microorganismos con los que convivimos podrían ser más importantes de lo que pensábamos.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el parto y las formas de nacer? Las bacterias, hongos y otros microorganismos que forman la microbiota están en nuestro cuerpo porque en algún momento llegaron a nosotros y colonizaron una parcela en la que comenzaron a reproducirse. Como todo indica que la generación espontánea no existe, el contacto con fuentes de microbios en diferentes momentos de la vida es clave para poblar nuestro cuerpo. Y acá aparece nuevamente el parto como protagonista. Al nacer, muchos de los microorganismos que están en la madre y en el ambiente exterior toman contacto con el recién nacido y pueden integrarse a su microbiota.

Durante mucho tiempo, un dogma de la ciencia indicaba que el útero era un ambiente en el que, si todo funcionaba bien, no tenían por qué haber agentes externos como bacterias. Es decir, se pensaba que durante el embarazo el feto estaba en un entorno absolutamente estéril y que al nacer se exponía por primera vez a este tipo de microorganismos. Pero la evidencia que se fue acumulando contradice esta idea y hoy sabemos que hay una microbiota prenatal −o sea previa al nacimiento− que muy probablemente ayude en la maduración de algunos sistemas de nuestro cuerpo. Sin embargo, al nacer la historia es otra porque el parto es un verdadero shock de microbios.

Si el nacimiento es crucial para el establecimiento de los microorganismos que van a comenzar a colonizar masivamente muchos órganos, es esperable que haya ciertas diferencias según cómo sea el parto. Poco tiempo después del nacimiento ya es posible observar que, en promedio, los niños nacidos por parto vaginal tienen en su microbiota una mayor representación de algunos tipos de organismos, como las bifidobacterias que, a su vez son menos abundantes en los nacidos por cesárea. Por otro lado, hay ciertas bacterias que potencialmente pueden ser peligrosas si el organismo no logra frenar su expansión, como los enterococos, que suelen estar más presentes en los niños nacidos por cesárea. Todo esto no preocuparía demasiado si no fuera por las asociaciones que se vieron entre el modo de nacer y algunas enfermedades metabólicas como la diabetes o enfermedades respiratorias como el asma: según una gran cantidad de estudios epidemiológicos, es más probable que se desencadenen estas enfermedades en personas que nacieron por cesárea. En este punto es importante hacer un parate. Esto no quiere decir que si naciste por cesárea necesariamente vas a enfermarte o que si naciste por parto vaginal vas a estar libre de riesgo. Simplemente son asociaciones que nos hacen pensar que los modos de nacer predisponen, junto a muchos otros factores, a que se desarrollen algunas enfermedades. Lo sorprendente es que esas enfermedades pueden desarrollarse incluso luego de muchos años.

En el paso por el canal de parto ocurre un contacto directo con la microbiota de la vagina. De hecho, mientras que la microbiota de los niños nacidos por parto vaginal se parece mucho a la de la vagina y materia fecal de la madre, en nacidos por cesárea los primeros colonizadores son microorganismos que habitan usualmente la piel. Y pensando en las vías de nacimiento, tiene sentido. Pero además, se observó que por lo menos durante todo el primer año que sigue al nacimiento, las comunidades de microorganismos que habitan en el intestino de los niños nacidos por parto vaginal son más parecidos a los de su propia madre que a los de otras gestantes. Una especie de herencia microbiológica.

Bifidobacterias. No es la herencia que uno se imagina, pero es la primera que se recibe. Fuente.

Con todos estos datos, no tuvimos que esperar mucho hasta que se propusiera una forma de simular la exposición a la microbiota vaginal diseñada para niños que habían nacido por cesárea. La idea es bastante simple y consiste en que inmediatamente después de la cesárea se toman fluidos de la vagina de la madre y se los transfieren al recién nacido, en su piel, en las mucosas de la boca, etc. Algunos llamaron a este procedimiento microparto (aunque nada que ver con bacterias pujando) y otros le dicen siembra vaginal. Lo cierto es que hay trabajos que muestran el efecto positivo de este tipo de intervención y otros que proponen que hay que ampliar los estudios para concluir qué alcances tiene. Aun siendo una posibilidad prometedora, es importante considerar los riesgos que podría tener si se hace sin una serie de cuidados. Entre las bacterias y virus que pueden estar ocasionalmente en la vagina hay algunos que suponen una amenaza muy concreta para un sistema inmune recién salido del horno. Entonces en principio estos procedimientos son seguros sólo si se comprueba antes del parto que la madre no tiene estos gérmenes.

Claro que la microbiota se desarrolla acompañando la vida de cada uno y se va reconfigurando según varios factores, por ejemplo, el tipo de lactancia, la alimentación posterior y el uso de antibióticos. De hecho, las diferencias entre las comunidades de bacterias de nacidos de diferentes modos se van diluyendo con el paso del tiempo. Aún así, ese primer contacto con el mundo de microorganismos que están fuera del útero deja huellas en nuestro organismo, en la posibilidad de defenderse frente a algunos patógenos, de regular el funcionamiento de muchos sistemas, incluso de enfermarse. Necesitamos saber más sobre cuáles son los mecanismos por los que eso ocurre.

¿Tiene que doler?

Vamos ahora a algo que esté en nuestra escala, que podamos ver y sentir. El parto es un despliegue de movimientos, fuerza y acciones mecánicas. Todo esto orquestado por hormonas que marcan el pulso de lo que va sucediendo. Cerca del final del embarazo, suelen aparecer señales del feto, de la gestante y la placenta que empiezan a avisar que es tiempo de pasar a la siguiente fase. Uno de los tantos cambios que se observan es un aumento de la oxitocina circulando en la embarazada y también de los receptores de esa oxitocina en la pared del útero. Aunque tiene muchas otras funciones más allá del parto, la oxitocina es una de las protagonistas de este momento porque hace que el útero se contraiga y se relaje en ciclos regulares hasta que se produzca la expulsión del feto y de la placenta.

Quien no las haya vivido en carne propia, recordará en alguna película a una mujer a punto de parir soplando fuerte en cada una de las contracciones. Puede que esté estereotipada como imagen pero sirve para identificar de lo que estamos hablando, las famosas contracciones uterinas.

Tanto para la persona que está próxima a parir, que muchas veces experimenta un dolor agudo en cada contracción, como para el feto que está dentro del útero sacudiéndose, el trabajo de parto es una situación que estimula respuestas muy dirigidas para enfrentar ese estrés. No pensemos, para este escenario, el estrés como los nervios antes de un examen o la tensión que genera manejar en hora pico en una ciudad atestada de autos. Sabemos que estar sometido a situaciones de ansiedad extrema o a condiciones de tensión por tiempo prolongado puede llevarnos a sufrir problemas importantes en nuestra salud. Pero no todo el estrés nos da negativo en la balanza entre lo que ganamos y lo que perdemos. Hay respuestas de nuestro cuerpo ante situaciones apremiantes o dolorosas que antes que perjudicarnos, nos dan una mano. El parto está lleno de ejemplos.

El trabajo de parto con contracciones uterinas puede durar unas cuantas horas y estimula la liberación de hormonas que se hacen presentes en situaciones de estrés. Al comparar, por ejemplo, los cordones umbilicales de partos vaginales y de cesáreas se vio que en los casos en los que había habido trabajo de parto, aumentaba la concentración de adrenalina, noradrenalina y cortisol. En el parto vaginal, a los movimientos de las contracciones se les suman las fuerzas que se ejercen sobre el feto al pasar por el canal de parto. Las hormonas del estrés liberadas como consecuencia del trabajo de parto y del paso por el canal son importantes para la maduración del sistema inmune y varios otros órganos como los pulmones. Además, esta exposición temprana contribuye en el recién nacido al desarrollo de los sistemas que relacionan el cerebro con las glándulas que producen hormonas para mantener funciones básicas como la excreción, la regulación de la temperatura y también la propia respuesta al estrés. En definitiva, hay razones para sostener que esta orquestación de fuerzas mecánicas y hormonas juegan también un papel para explicar las diferencias en las prevalencias de ciertas enfermedades en adolescentes y adultos según la vía de nacimiento.

Los partos son muy variados y las categorías cesárea vs. parto vaginal se quedan cortas para describir el espectro de maneras de nacer. Muchas investigaciones actuales están con la lupa en los efectos de elementos como la administración de oxitocina sintética durante el trabajo de parto y de anestésicos de uso corriente. Hay varios trabajos que muestran cómo algunos genes podrían modificar su expresión, es decir variar en cuánto se encienden o se apagan, por efecto de la exposición a estos agentes durante el parto.

La posibilidad que tenemos de intervenir, proponer reglas y procedimientos para guiar las formas de nacer, e incluso transformarlas, no debería ser subestimada cuando pensamos en cuáles son esos estímulos tempranos a los que nos enfrentamos. Básicamente, porque eso importa, y mucho, más allá del nacimiento. En la medida en que conozcamos más de las implicancias concretas de estas intervenciones será posible que más personas gestantes y profesionales decidan −con fundamentos− si tiene o no tiene que doler.

La vuelta a Manus

En 1953, veinticinco años después de haber pisado Manus por primera vez, Margaret Mead volvió a encontrarse con la isla y sus habitantes. Varios colegas le habían insistido para que regresara y viera con sus propios ojos cómo habían cambiado las cosas allí. Para ella tampoco era igual que en su primer viaje, ahora llevaba a dos estudiantes como equipo de trabajo y era una antropóloga conocida. Además, ya había tenido a su única hija, Mary Catherine, en 1939.

Como era de esperar, encontró muchos cambios en la organización social de Manus. Lo que no esperaba era que pocos días después de su llegada hiciera erupción un volcán cercano y el peligro de un maremoto la obligara a evacuarse junto a toda la aldea en lo alto de una montaña. Afortunadamente, la catástrofe que se temía no llegó y en sus diarios Margaret comenta que el traslado y la convivencia en el campamento de emergencia le dieron la oportunidad de compartir con los pobladores de Manus una situación insólita como esa.

Tal vez por este evento extraordinario que le dio la bienvenida a la isla y estrechó lazos con sus habitantes, por los cambios que habían ocurrido en Manus durante esos años, o porque ya había sido madre, Margaret pudo acercarse mucho más que en su primera visita a los partos que ocurrieron durante su estadía de 1953. En una entrada de su diario de agosto de ese año dice: “Nunca vi a un recién nacido tan a sus anchas en el mundo como se lo logra con estos bebés, nacidos con gran rapidez, con la madre en el suelo, sostenidos delante de ella hasta que sale la placenta, recogidos luego en la áspera blandura de una falda de paja que estimula a la vez que protege, lavados en minutos con vasos de agua fría que se vierten encima y cobijados tibia y humanamente en los brazos de una anciana, mientras ésta les canta una canción de arrullar, versión repetitiva de los vagidos del niño y con la cual lo harán dormir durante el resto de su infancia. Ojos muy abiertos, gritos acallados, cabeza y manos y pies en un movimiento que disimula su falta de coordinación, estos niños miran alrededor y cuesta creer que no vean bastantes cosas.” Cuesta creer que no piensen: Hola, mundo.