- Noticias / 10 de febrero: Día Internacional de la Epilepsia
EFEMÉRIDES
10 de febrero: Día Internacional de la Epilepsia
El Día Internacional de la Epilepsia, una iniciativa conjunta creada por la Oficina Internacional para la Epilepsia (IBE) y la Liga Internacional contra la Epilepsia (ILAE), es un evento global que se celebra anualmente el segundo lunes de febrero.
Compartir en
redes sociales
En el Día Internacional de la Epilepsia, la Unidad Ejecutora de Estudios en Neurociencias y Sistemas Complejos (ENyS, CONICET-Hospital El Cruce–Universidad Nacional Arturo Jauretche) se suma a la campaña mundial para promover la concienciación sobre la epilepsia en todo el mundo. El Día Internacional de la Epilepsia, una iniciativa conjunta creada por la Oficina Internacional para la Epilepsia (IBE) y la Liga Internacional contra la Epilepsia (ILAE), es un evento global que se celebra anualmente el segundo lunes de febrero.
El objetivo de la campaña es visibilizar las necesidades de las más de 50 millones de personas en todo el mundo que padecen epilepsia, difundiendo sus historias en primera persona. Invitamos a conocer las historias de Lara, Agustina y Carlos, pacientes del Servicio de Neurociencias de la ENyS.

Lara
Me llamo Lara, tengo 28 años y hace siete que no convulsiono. Sigo con una dosis baja de medicación, pero hoy miro hacia atrás y veo un camino largo, lleno de desafíos y aprendizajes. Mi historia comienza con la Lara de 13 años, la que amaba vivir a mil, la que pasaba sus días en una escuela con orientación artística, su segunda casa. Allí pasaba de sol a sol, de las siete de la mañana a las siete de la tarde, y después me esperaba mi deporte favorito, tres horas más de movimiento, de adrenalina.
Una noche como cualquier otra, llegué a casa, cené y me relajé chateando en la computadora de mi habitación. Parpadeé y, de repente, desperté mareada en un auto de policía. "¡Qué bárbaro que no la acepten en el Español...!", escuché decir a mi mamá. Me costó entender lo que pasaba, hasta que sentí náuseas y vomité. Me quedé callada, avergonzada, sin saber bien dónde estaba. Un rato después, me di cuenta de que me estaban haciendo un montón de estudios en la cabeza. Me pusieron electrodos, un cablerío extraño, en el Hospital de Niños, un lugar que se me hizo más feo que nunca.
Pasé la noche allí, rodeada de otros chicos con enfermedades distintas. Al tercer día, un médico pronunció un diagnóstico breve: "Una convulsión aislada". Pero para mí no fue solo eso. En los días que siguieron, mi mundo cambió radicalmente. No por la convulsión en sí, sino por lo que vino después. De golpe, mi mamá me ató de pies y manos, no literalmente, pero sentí que me arrebataba mi libertad. Me medicaron, me prohibieron hacer ejercicio, y en tres años, sin moverme como estaba acostumbrada, subí 30 kilos.
A los 17 volví a convulsionar. Cambié de médica, ya era adulta y podía decidir más sobre mi tratamiento. Le conté lo mal que me sentía con mi cuerpo y, para mi sorpresa, me cambió la medicación y me dijo que sí podía hiperventilarme. Esos años fueron duros. Tuve otras tres convulsiones, pero lo que más me pesaba era algo de lo que no hablaba: me había peleado con mi grupo íntimo de amigos, mi familia elegida. Sentí que me quedé sin cable a tierra y, en plena adolescencia, eso dolía más de lo que podía expresar.
La obesidad tampoco ayudaba. No me sentía querida, y me daba vergüenza decir que quería estudiar educación física. Me anoté en otra carrera, intentando encajar en lo que creía que debía hacer. En el primer año, convulsioné dos veces. Dejé las materias a mitad de año, pero en ese tiempo aprendí algo crucial: necesitaba escuchar mi cuerpo, respetar mis tiempos, dormir bien. También aprendí a alimentarme mejor, volví a hacer deporte y mi cuerpo empezó a cambiar. Pero lo más importante no fue eso, sino el cambio interno: comencé terapia, enfrenté mis inseguridades, tartamudeé de vergüenza en las primeras clases, olvidé cosas por nervios, pero aún así aprobé todas mis materias.
Al año siguiente, volví a mi deporte favorito. Después de diez años sin usar shorts, mostré mis estrías sin miedo. Me sentí libre otra vez. Y cuando me volví a sentir dueña de mi vida, sin tantos miedos, llegaron mis primeras experiencias sexuales. Siempre digo que fui adolescente en mis veinte... Y después de eso, no volví a convulsionar. No porque la epilepsia desapareciera mágicamente, sino porque aprendí a vivir con ella sin dejar que me paralizara.
Hoy creo que la epilepsia fue un trauma para mis papás. Para mí, lo más difícil fue la falta de comunicación. Lo que realmente me afectó no fue la enfermedad en sí, sino no hablar sobre cómo me hacía sentir la medicación, los cambios en mi cuerpo, las emociones que se mezclaban en plena etapa de desarrollo.
Vivir con epilepsia es aprender a cuidarse sin dejar de vivir. Y hoy, después de siete años sin convulsiones, sé que el bienestar no es solo físico: es aceptar, compartir y no tener miedo de pedir ayuda.
Agustina
Mi nombre es Agustina, tengo 27 años. Hace 10 años me despertaba para estudiar, me senté en la mesa frente a mi carpeta, mi mamá se iba a su médico y cuando volvió yo estaba durmiendo. Me despertó y se dio cuenta que tenía un golpe en la cabeza, pero cuando me preguntó que me había pasado yo no recordaba. Me llevó a la guardia y dijeron que había sido una pérdida de conocimiento. Ese año tuve bastantes ausencias, que llevaron a los médicos a diagnosticar síncopes.
Al año siguiente me agarra una convulsión en los brazos de mi mamá. Ahí me llevan al neurólogo, me hacen un electroencefalograma, me diagnosticaron epilepsia y empezaron a medicarme.Pese a estar medicada, seguía con ausencias cotidianas, pero igualmente trabajaba y estudiaba. Las ausencias eran un tipo de epilepsia que no conocía y mi entorno tampoco, por eso no me llevaban al neurólogo. A los 2 meses, tuve 8 ausencias en un día que provocaron una pérdida de memoria parcial, por lo que dejé la facultad porque no podía retener la información que leía.
Al cambiar mi vida hizo que entre en depresión y ansiedad por no poder hacer tranquila lo que otros amigos míos hacían, por sentirme frustrada al no poder estudiar y lograr el futuro que había imaginado para mi. Ahí empecé con más y más medicación. La medicación anticonvulsiva la iban cambiando pero no surtía efecto, seguía teniendo hasta 8 ausencias por mes.
La doctora Brenda Giagante me recomendó para un estudio de Cannabis medicinal que duró 6 meses y funcionó, pero cuando me cambiaron al que me autorizaba la obra social no me hacía efecto.
En el medio de mi vida con epilepsia tuve a mi hija y tuve que aprender a que cada vez que yo sentía algún síntoma la tenía que resguardar en la cama con almohadas o dársela a otro familiar para que no se me caiga y se lastime cuando me agarre la ausencia.En el 2022, después de muchos estudios en el Hospital El Cruce de Varela, me colocaron electrodos intracerebrales para detectar dónde se producía la epilepsia. Lamentablemente al hacerme el estudio se me hizo un hematoma al insertar uno de los electrodos, y a los 3 días de haber entrado al quirófano para hacerme ese estudio, tuve que entrar otra vez para que me extirpen el hematoma. La recuperación fue muy difícil, después de eso necesité una dosis más alta de antidepresivos.
Seguían mis 8 ausencias mensuales, ya había probado todos los anticonvulsivos, 2 me habían dado alergia y el resto no me hacía efecto porque tenía epilepsia refractaria. Mi depresión aumentaba cada vez más por el estar con tanta medicación, por no poder estudiar ya que cada ausencia me agotaba físicamente y mi memoria estaba cada vez peor, y por la calidad de vida de tener que vivir constantemente con miedo a que nos pase algo a mi hija y a mí por descomponerme en la calle o en cualquier lado.En el 2024 finalmente me dan el turno para la cirugía donde iban a extirpar la heterotopía donde se generaban las ausencias. Tomé la decisión con mi mejor amiga ya que mucha gente en todos estos años de epilepsia se alejó porque “tenía muchos problemas” o no querían estar con alguien enfermo. Mi familia temía mucho por enfrentarme a eso pero era algo que tenía que hacer si o si. Y yo también temía por lo que pudiera pasar pero tenía muchas expectativas e ilusiones en que funcione.
El 29 de julio del 2024 me operaron, tuve mucho dolor y cansancio, pero todo eso valió la pena ya que desde ese día no tuve más ausencias. Ahora puedo disfrutar más tranquila con mi hija y tener la esperanza de haberme curado y que todos esos miles de estudios, dolores físicos después de cada ausencia y cambios de vida para cuidarme queden atrás.
A los que sufren epilepsia les recomiendo que luchen, que se aferren a algo importante que tengan en su vida y busquen ayuda. Si el tratamiento que les da su médico no está funcionando busquen qué otro puede servirles. No pierdan la esperanza, porque es un camino largo pero pueden estar mejor.
Agradezco profundamente al doctor Martín Cesarini, a la doctora Brenda Giagante, a todos los profesionales que me atendieron en el Hospital El Cruce de Varela y sobre todo al cirujano Pablo Seoane.

Carlos
Carlos también es paciente del Servicio de Neurociencias. Nos cuenta su historia personal y nos explica qué se siente al tener una crisis (ausencia). Para escucharlo, visitá nuestros reels en el perfil institucional de Instagram.
El Servicio de Neurociencias utiliza estos conocimientos para garantizar que las personas con epilepsia reciban no sólo la mejor atención médica posible, sino también el apoyo que necesitan para desarrollar todos los aspectos de su vida.